Hace un par de semanas recibí una llamada telefónica.
«Le llamamos de la clínica _____ »
La llamada en cuestión era para recordarme que sigo teniendo unos «huevitos» congelados esperando la toma de una decisión que, si bien ya estaba tomada, hizo saltar en mí ciertas alarmas.
pasados dos años después del tratamiento hay que decidir si seguir con ellos congelados (por el módico precio de 500 €/año), si donarlos a la ciencia o a una pareja.
la decisión la tomamos ya antes de que nacieran Martín y Bruno: no más niños. Por trabajo y cansancio acumulado, por miedo a si le daríamos la atención que se merecen y por edad: yo ya tengo 40.
El caso es que, pese a que ni me lo había planteado, la llamada hizo que me viera incapaz de tomar una decisión que en principio ya estaba tomada. Y es que una cosa es que tú voluntariamente digas que no quieres más hijos y otra que digas qué futuro le espera a tus «huevitos» y con esto asumir que no habrá más hijos. No habrá ningún momento de locura transitoria en el que diga «me voy a implantar uno». Y aunque la decisión última es la misma, el hecho de decidir -en mi caso hemos decidido donarlos a la ciencia- cerrar la puerta que tanto nos costó abrir para siempre; siento (sentimos) que dejamos una parte nuestra: esos «huevitos» tienen mucha carga emocional y un sentido de lucha infinito. Si el dinero me sobrara, creo que pagaría esos 500 euros para posponer la decisión. No quiero más hijos, pero tampoco quiero desprenderme de esos «huevitos».
A fecha de hoy todavía tengo que redactar la carta en la que pongan que los cedo a la ciencia.
Que investiguen. Que investiguen mucho.
De repente me viene a la mente una frase de Los Planetas:»Si es tan fácil ¿por qué duele así por dentro?